viernes, 9 de octubre de 2020

Contracolumna • EN RECUERDO DE RENÉ AVILÉS • EL LEGADO DE SU MAESTRAZGO


JOSÉ MARTÍNEZ M.


Para Rosario Casco con mucho cariño.

Hoy se cumplen cuatro años de la partida de mi querido Capitán Lujuria, mejor conocido como el Águila Negra. En noviembre próximo cumpliría 80 años.
Un artesano insomne que siempre se levantaba de madrugada para sentarse a trabajar, primero ante el teclado de una máquina de escribir, después lo haría ante la pantalla de una computadora para contar alguna historia o redactar algún artículo periodístico. Esa sería la tarea de todos los días de su vida desde su adolescencia. Un escribidor.
René Avilés Fabila nació para ser periodista y escritor. Su maestrazgo cubrió el horizonte de su fructífera existencia. En su larga trayectoria universitaria formó innumerables generaciones de periodistas y cobijó bajo su sombra a jóvenes escritores.
Un día de 1974 pasó por las aulas de la preparatoria número 2 donde concluía mis estudios preuniversitarios y con su presencia y agudo sentido del humor nos iluminó. René era un joven escritor que había cimbrado a la clase intelectual con su novela Los Juegos en 1967 y luego refrendaría su espíritu crítico en 1970 con su libro El gran solitario de Palacio sobre el movimiento estudiantil de 1968.
En aquella ocasión René nos habló de la obra de Jaime Torres Bodet, quien fuera uno de los conspicuos miembros del grupo de Los Contemporáneos y quien apenas en mayo de ese año se había suicidado ante el sopor del cáncer que padecía y con el que aprendió a convivir por más de tres lustros.
En buena medida mi incursión en el periodismo se la debo a René y a Marco Aurelio Carballo quienes me enseñaron algunos trucos y me advirtieron de los gajes del oficio, además de disfrutar de la amistad de ambos hasta el final de su existencia, relación que se afianzó a partir de mis primeros pasos como periodista.
René había publicado algunos cuentos y ensayos antes de su primera novela Los Juegos en 1967, una semana antes de cumplir los 27 años.
Emmanuel Carballo fue el que aceleró al editor Rafael Giménez Siles para que René escribiera y publicara su primera novela. René escribió un texto satírico de los personajes más emblemáticos de la cultura nacional. Al leerla, los editores la rechazaron. Ante la censura René se aferró a publicarla. Lo hizo con el poco dinero que tenía y con la ayuda de sus amigos. La publicación de la novela resultó un escándalo, desde entonces se convirtió en un personaje incómodo para la mafia de los intelectuales. El rencor de los afectados lo persiguieron hasta el final de sus días, cosa que a él jamás le incomodó, pues a cambio gozó a plenitud de su libertad de creación y su independencia intelectual.
En los últimos años de su vida disfrutó de innumerables homenajes, entre ellos, un doctorado universitario y la medalla Bellas Artes por su prolífica trayectoria.
Muchos de sus amigos nos concentramos en El Buho y en su fundación que lleva su nombre, invariablemente nuestras reuniones acaban en borracheras. Recuerdo, entre muchas, una comida en su cosa con La China Mendoza y el pintor Guillermo Ceniceros, cenas con el escultor Sebastián y el pintor José Luis Cuevas, lo mismo invariables encuentros con los escritores Carlos Montemayor y José Agustín y charlas extraordinarias con mi querido actor Carlos Bracho y Helena Paz Garro, la hija de la espléndida escritora Elena Garro y el poeta Octavio Paz.
Inteligente y astuto, con un espléndido y privilegiado sentido del humor, siempre afable y correcto, seductor por naturaleza, llevaba una sonrisa en los labios que lo distinguían de los demás, murió guapo y elegante sin conocer la “derrota miserable de la vejez”, como decía Paz.
Honesto a carta cabal, jamás permitió dejarse seducir por el poder. Todo pundonor, sin arrogancia, nunca se dejó vencer, criticó a los poderosos y a sus pares sin rencor ni malicia, por el contrario nos deleitaba con su ironía venenosa.
Recorrí con René y muchos otros de sus amigos las más prestigiadas universidades del país dando conferencias lo mismo que bebíamos en los más elegantes salones hasta las más modestas cantinas, bares y cabaretes celebrando momentos esplendorosos con putas maravillosas.
René se fue con la satisfacción del deber cumplido. Periodista tenaz, escritor prolífico y promotor incansable de la cultura. Maestro solidario y respetuoso de sus alumnos, dejó un enorme hueco en el corazón de sus amigos, que lo seguimos extrañando.
En el recuerdo quedan algunos viajes por el Caribe y fiestas con nuestras respectivas esposas.
En cierta ocasión René y el columnista Carlos Ramírez me acompañaron a presentar un libro en la Universidad del Caribe, en Cancún. Después de visitar Chetumal, Ramírez viajó de ahí a Chiapas. El gobernador nos facilitó un par de minúsculas avionetas destartaladas para trasladarnos. No sé cómo le fue a Carlos en su viaje pero a René y a mí nos puso a rezar el padre nuestro porque próximos a llegar nos quedamos sin combustible y aterrizamos con bien de puro milagro. La aventura nos cayó como anillo al dedo –como diría el clásico– porque tuvimos el pretexto para alzar un par de botellas de güisqui en señal de salud.
Concluyo estas líneas en homenaje del entrañable Águila Negra con una anécdota contada por uno de los mejores amigos de René, el periodista Rafael Cardona:
“En la página 201 de El reino vencido (su sexta novela), el personaje, Emilio Medina Mendoza, busca en la taberna a su tío Orlando, un misántropo borracho cuya lectura de infinitos libros se desahogaba en “La piedra del sol”. No lo encuentra pero sí se sienta en una mesa junto a Otto René Castillo y al poeta Alfredo Cardona Peña, de quien el gran René sería discípulo y amigo.
“Mucho tiempo después, cuando Alfredo Cardona Peña murió y por propia voluntad fue necesario llevar sus cenizas a Costa Rica, su patria, su hijo, Alfredo, René y mi hermano Miguel Ángel, decidieron darle cumplimiento a la petición del difunto.
“Y allá va la tercia con la urna en una valija. Tras nimios trámites aduanales y con el arenoso residuo poético a cuestas, en emulación de una película mexicana, se la toman por la libre y disponen un póstumo homenaje en trepidante lupanar de San José, en medio de música tropical y daifas de enhiestas pestañas color de madrugada.
“La pregunta a la mañana siguiente era terrible y dolorosa como un cuchillo en el corazón:
“—“¿Dónde está papá?”; preguntó Alfredo Cardona Chacón.
“—“No lo sé,” respondió Miguel Ángel Cardona Bolaños. Lo mismo dijo René Avilés Fabila.
“—‘¡Carajo!’, gritaron todos, tenemos que buscarlo, ¿dónde, dónde quedó Alfredo?
“Y con el sol inclemente de una resaca de pavor, los tres se fueron a hurgar en el silencio del congal, entre mesas volteadas y sillas patas para arriba; colillas, humos muertos, perfumes podridos de putas sin nombre ni pasado, el cómodo y callado sitio donde habían olvidado, en el más escandaloso de los desmadres, el cenicero final del querido tío Alfredo.
“Encontraron la urna dentro de la caja de un tambor.
“La limpiaron con las mangas del ron y el remordimiento del tabaco y sólo entonces le dieron cumplimiento a la última petición del poeta, quien alguna vez escribió en silencio:
“…otros vendrán, probando que la tarde, sólo se profundiza con la muerte…”
Salud, querido René, dónde quiera que te encuentres…

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