JOSÉ MARTÍNEZ M.
Detrás de las piedras fortificadas de Palacio Nacional, con sus portones blindados, en uno de sus salones principales todas las mañanas comparece Obrador iluminado por una luz decrepita. Él se autoproclama como uno de los mejores presidentes de la historia que sueña con trascender en un lienzo junto a los próceres de la patria. No se trata de una fábula. Es la realidad de nuestro país dominado por un solo hombre con una desbocada personalidad autoritaria que apela a su apabullante respaldo electoral. Es el patriarca que goza de autoridad e impone sus reglas y que reclama fe ciega a sus colaboradores.
Las decisiones polémicas de su gobierno se rigen por falsas consultas populares para otórgales una “legitimidad democrática”. Como México ahora, en Latinoamérica en las últimas décadas muchos pueblos han padecido gobiernos populistas que han derivado en un desastre. Nuestra literatura política está plagada de historias de caudillos que han sumido a sus pueblos en la pobreza lacerante y la corrupción cancelando su desarrollo social y económico.
Nos encontramos en un cruce de caminos sin una brújula que nos indique una salida. Es como estar atrapados de noche en un laberinto en el que el guía no tiene ni el más remoto sentido de la orientación y nos lleva a ciegas confiando en su palabra prometiendo que vamos rumbo al paraíso cuando en realidad nos conduce al precipicio.
Así estamos, caminamos a ciegas en medio de la peor crisis económica y sanitaria de nuestra historia como nación, con el peor gobierno en el peor momento.
Nuestro iluminado se asume como el salvador de la patria como aquel personaje que peleaba con molinos de viento, pero en este caso se trata del Quijote del engaño.
Atrapado en los fantasmas del pasado el inquilino de Palacio en su esquema mental divide a los mexicanos en liberales y conservadores, no es un marxista que propugne por la lucha de clases, pero su gobierno mantiene ciertos rasgos bonapartistas.
La llamada cuarta transformación es un régimen personal donde no cabe su propio partido.
El nuevo régimen no gobierna con métodos democráticos, más bien se rige por apariencias, su relación con las masas es a conveniencia conforme a sus intereses personales, porque en el fondo su verdadera relación es con los grupos fácticos de poder con los cuales ejecuta las políticas de su gobierno.
Los grandes empresarios a los que antes se refería como la “mafia del poder”, ahora son sus consejeros áulicos. El gobierno está más identificado con los intereses sustanciales de estos personajes.
Es más que evidente cómo los empresarios se han adaptado al estilo del jefe del nuevo gobierno. Los empresarios más poderosos se han mostrado tolerantes y hasta complacientes en tanto no se vean afectados sus intereses.
Estas contradicciones son un mero reflejo del bonapartismo obradorista como continuación del régimen salinista donde los empresarios fueron los grandes beneficiarios y los pobres encapsulados en programas asistencialistas como instrumentos de contención social.
Por encima de amplios segmentos de la sociedad, Obrador ha “conciliado” –si se le puede llamar así a la manipulación– a los pobres con las dádivas o limosnas del gobierno, mientras que se protegen los intereses de los grandes empresarios con los que incluso ha establecido alianzas.
Los empresarios no están dispuestos a que el Estado se desmorone por eso apuntalan al gobierno de Obrador con sus inversiones mientras estas les resulten redituables no solo de manera económica sino políticamente. El capital financiero no actúa en el vacío.
El riesgo de México es que la intolerancia de Obrador pone en riesgo de conducir al país al fascismo. La admiración del tabasqueño por Mussolini no es una simple ocurrencia.
El de Obrador no es un gobierno suspendido en el aire, lo peligroso es que se eleve por encima de la nación, toda vez que el eje de este régimen se sustenta en una camarilla de políticos fanatizados que creen ciegamente en su líder. Esa es parte de la disputa en torno al control de Morena. La disyuntiva es el fascismo o el regreso al pasado priista. Ya sabemos que Obrador se conduce fuera de su partido. El Estado y el pueblo es él.
Poco a poco Obrador ha ido adoptando las instituciones a sus exigencias y conveniencias e incluso ha llegado a las expresiones totalitarias en su discurso. “O se está en contra o a favor de la cuarta transformación”, ha dicho.
Lo que no se da cuenta, es que con esas actitudes de mantener un control absoluto sobre su gobierno combinado con su obsesión mesiánica está llevando al país a la catástrofe.
Una y otra vez se han dejado escuchar algunas voces criticando la concepción autoritaria y vertical de su poder en torno a su liderazgo carismático.
Obrador funda su legitimidad y recurre a su “autoridad absoluta” bajo el supuesto apoyo de la “voluntad del pueblo”.
Él es el único y exclusivo portavoz del pueblo cuyos seguidores están incondicionalmente subordinados a su liderazgo.
Vivimos en una democracia maquillada donde predomina el caudillismo. El líder que promueve el resentimiento y el odio social en nombre del pueblo para preservar su audiencia electoral. El Quijote del engaño que viola sistemáticamente la ley y los derechos ciudadanos, que vulnera la libertad de expresión, que militariza al gobierno, que se burla y reprime a la disidencia y que atenta contra las conquistas sociales más elementales: la ciencia y la cultura.
El falso líder que ha institucionalizado la pobreza con medidas ineficaces pero oportunistas al estar destinadas a seguir cautivando la esperanza de los más necesitados y que son la base de la pirámide del poder.
Esa es la esencia detrás de la escenografía de todas las mañanas en Palacio donde Obrador habla con un discurso repetitivo en las conferencias para tratar de ocultar los fracasos del gobierno de la cuarta trasformación.