viernes, 29 de enero de 2021

Contracolumna EL COVID DE SLIM JOSÉ MARTÍNEZ M.


EL COVID DE SLIM

JOSÉ MARTÍNEZ M.

Carlos Slim hoy cumple 81 años y nos demuestra que tiene más vidas que un gato.
Si alguien piensa que el Covid va a derrotar al magnate, se equivocan. Slim está un paso adelante del bicho.
En un momento me sorprendió el mensaje del heredero de la corona cuando descorrió el telón y anunció que su padre tenía el Covid. Unos días atrás Slim había perdido a su amigo Larry King por culpa del maldito Covid. Slim estaba triste y de luto.
En los últimos meses Slim había estado callado. No decía nada. Aunque aislado en su propio mundo –en medio de una atmósfera de un lujo desafiante– el Ingeniero seguía trabajando al igual que sus hijos.
Ahora el mundo se enteraba que Slim –el hombre que ocupó el pódium de los hombres más ricos de la Tierra– acudía a un hospital de beneficencia pública para atenderse el Covid.
Slim rompía el silencio al mandar un poderoso mensaje al presidente Obrador. El hombre más rico del país y uno de los más poderosos del mundo, estaba ahí, en un acto de humildad en el Instituto Nacional de Nutrición, un hospital para los pobres donde las cuotas son simbólicas.
Mientras el presidente se refugiaba en los salones lujosos de Palacio rodeado de médicos y de sus principales colaboradores del sector salud, sin haber puesto jamás un pie en un hospital desde que irrumpió la pandemia, el todopoderoso magnate aprovechaba el vacío para reivindicar a las instituciones de salud pública de la que él es uno de sus patronos.
Era un señal para indicar al presidente hacía dónde debía conducirse. Por desgracia ni Obrador ni sus colaboradores entendieron el significado de ese mensaje.
Prácticamente la relación entre Slim y el presidente está rota. Sus diferencias afloraron desde hacía muchos años antes. La cancelación del aeropuerto de Texcoco fue el detonante de su enemistad. El tema del aeropuerto derivó incluso en un drama familiar. Provocó el divorció del arquitecto Fernando Romero y Soumaya Slim.
El propio Obrador se encargó de atizar la leña cuando anunció en una de sus mañaneras la “jubilación” del ingeniero Slim.
Con sus altas y sus bajas se ha mantenido la relación política entre ambos personajes.
En diciembre pasado recibí una llamada de uno de los personajes más cercanos a Slim. Charlamos unos minutos, días después me hizo llegar una carta sobre la pésima relación del Ingeniero con el presidente.
En realidad me duele saber cómo pierde el país por estas estupideces. Las pugnas de poder son evidentes. Aún en la peor desgracia del país y enfermos los dos, cada uno en su mundo, riñen cada cual a su manera.
Slim se siente traicionado. A todas las negociaciones fallidas de su imperio con el gobierno, se suman los manejos poco transparentes del aporte de Slim a la rifa del avión presidencial y la donación de mil millones de pesos para la adquisición de las vacunas.
La atención médica a Slim en un hospital de pobres es parte de esa guerra.
No dudo que Slim haya contraído el bicho y que ahora reciba atención médica especializada. Pudo atenderse en su mansión de Las Lomas y contratar los servicios de los mejores médicos del mundo.
Sé cuán cuidadoso es Slim con su salud. En su casa y su oficina es permanente el uso de humidificadores para mantener relajado y fresco el ambiente. Me consta.
Lo cierto es su precario estado de salud. Sufre hipertensión y es diabético. Por lo tanto está entre la población de alto riesgo.
Hace treinta años Slim se sobrepuso a la muerte. En un hospital de Houston tres veces se les fue a los médicos y sobrevivió por un problema en el corazón. Años atrás en su juventud sufrió un aparatoso accidente en su motocicleta Harley- Davidson y sobrevivió.
Durante mucho tiempo compartí con el Ingeniero temas de salud hasta llegamos a intercambiar tips para combatir la diabetes. De tal suerte que lee compulsivamente todo cuanto cae en sus manos sobre esa enfermedad crónica.
Conocí a Slim cuando apenas cumplía sesenta años. Hoy justamente llega a los 81 años. Cuando lo conocí era un hombre fuerte y corpulento. Tenía unos meses de haber enviudado cuando lo comencé a tratar. Ahora lo veo cansado y hasta melancólico. Pero sigue siendo un hombre fuerte que ama la vida y que gasta cientos de millones de dólares en temas de salud, tanto en Estados Unidos como México y el resto de América Latina.
Harvard, el MIT y el Instituto Nacional de Nutrición que lleva el nombre del doctor "Salvador Zubirán", son un ejemplo de las instituciones que reciben aportaciones de Slim.
Ahora se atiende en nutrición, un hospital que para él tiene un enorme significado simbólico. Slim fue amigo personal del doctor Salvador Zubirán a quien apoyó incondicionalmente en sus investigaciones. La relación de Slim y Zubirán fue muy estrecha hasta la muerte de este en 1998. La madre de Slim, doña Linda Helú era oriunda de Chihuahua como el doctor Zubirán originario de un pueblo tarahumara (Cusihuiriachi).
Desde su infancia Slim fue amigo de Bill Richardson –el primer gobernador de origen hispano en Estados Unidos– cuya madre también era de origen chihuahuense, doña María Luisa López-Collada Márquez.
Cuando enviudó doña María Luisa, (de don William Blaine Richardson Jr., padre de Bill Richardson) contrajo nupcias con el doctor Salvador Zubirán. Slim incluso compró la casa de Cuernavaca donde María Luisa y Zubirán vivieron los últimos años de su vida.
De esto charlaba con el ingeniero Slim en muchos de nuestros encuentros hace ya algunos años.
En una de nuestras charlas largamente prolongadas después de una espléndida comida y ya en la sobremesa, Slim me contó su admiración por Zubirán y recordó cómo el doctor Zubirán se opuso firmemente ante el presidente Miguel Alemán cuando éste por sus pistolas decidió que la UNAM le entregara un Doctorado Honoris Causa al presidente Harry S. Truman. A cambio el doctor Zubirán fue víctima de una campaña de calumnias y vituperios ordenada desde lo más alto del poder.
Ahora Slim fue a un hospital de los pobres para atenderse, no tanto porque se sienta un apóstol, sino porque sentía la necesidad de mandar un mensaje al país y de manera marcada al presidente Obrador.
El presidente tenía la obligación de reivindicar a las instituciones de la salud pública, atenderse en uno de esos hospitales y desde ahí dirigir un mensaje a la nación.
A eso fue Slim al hospital de nutrición, no importa que el gobierno de Obrador le haya birlado miles de millones de pesos que el magnate donó para las vacunas.
Fue una señal desesperada de Slim para tratar de buscar un mensaje de reconciliación nacional.

miércoles, 27 de enero de 2021

Contracolumna VENCÍ AL COVID… JOSÉ MARTÍNEZ M.


VENCÍ AL COVID…

JOSÉ MARTÍNEZ M.


Es covid.
Cuando escuché el diagnóstico médico me estremecí. Pensé que en el peor de los casos pasaría a formar parte de las estadísticas como uno más de los miles y miles que cada día pierden la vida desde que comenzó la pandemia. Apenas había transcurrido la primera semana de enero y yo estaba infectado del virus. Así comenzaba el 2021. Tenía unos días de haberme dado un respiro después del peor año de mi existencia. La ilusión de que iban a mejorar las cosas se desvaneció. Mis esperanzas se esfumaron. De pronto estaba, ahí, en el infierno tan temido.
Ahora estaba yo ahí frente a mi realidad. Los hospitales de la Ciudad de México a tope y sin la menor esperanza siquiera de ocupar algún lugar en una clínica privada. Por mi condición económica provocada por la pandemia ni remotamente puedo ahora aspirar a un hospital privado. Es inaccesible. No dispongo de un seguro médico ni cuento –como millones de personas– de un carnet de acceso a ninguna institución pública de salud.
Cuando recurrí en su momento a una simple consulta en el Instituto Nacional de Nutrición ni siquiera se tomaron la molestia en atenderme para tomarme mis datos.
Ahora estaba enfermo y a la medianoche estaba yo ahí en mi cama con la saturación de oxígeno al límite con el temor de que no cayera en una oxigemia, pues una insuficiencia respiratoria podía complicar mi frágil estado de salud si en algún momento se llegaran a disparar mis niveles de glucosa. La temperatura por encima de los 39 grados al borde de los 40. Una tos seca no me dejó conciliar el sueño el día anterior. Ni siquiera me había percatado que mis sentidos del gusto y el olfato estaban ausentes. En la mañana de ese día había conducido 400 kilómetros de carretera de ida y vuelta. En el camino almorcé fuerte y todavía bebí un caballito de tequila como se hace cuando uno se quiere cortar una gripe. Entonces comenzaban los síntomas y yo ni siquiera lo sabía hasta que en la noche ¡Bingo! el Covid me tenía atrapado en sus garras.
Con más de seis décadas de existencia no estaba dispuesto a dar tregua a mi enemigo invisible, estaba decidido a dar, tal vez, la última batalla de mi existencia. Desde un año antes me había estado preparando a sabiendas de que algún día me tocaría por mucho que me estuviera cuidando y hasta escondiendo debajo de la cama.
Nadie es inmune por rico y poderoso que sea. Y menos yo, un veterano periodista que desde hace cinco lustros decidió trabajar por su cuenta ganándose la vida como un modesto escritor. Al igual que el presidente Obrador que se tomó siempre el Covid con frivolidad cayó en las garras del bicho y se atrincheró en su palacio. Lo mismo le ocurrió al magnate Carlos Slim quien tan pronto presentó los primeros síntomas se fue a atender de inmediato al hospital de nutrición, del que es uno de sus benefactores. Slim y sus temores de no querer ser el más rico del panteón.
Yo había sido advertido de que la única forma de enfrentar en su momento el bicho era reforzando mi sistema inmunológico. Para ello por lo menos me tomé una veintena de frascos de vitaminas desde que comenzó la pesadilla del Covid. Ahora había llegado la hora de hacer frente al maldito virus.
Mis hermanas Nora y Norma –quienes se encuentran en la primera línea de fuego en el combate al Covid– llegaron a mi casa a la medianoche. Yo estaba tirado en la cama con el cuerpo hecho trizas. Dolores musculares, temperatura y una tos espantosa me delataban.
Me tomaron los signos vitales: ritmo cardíaco, oxigenación, temperatura y presión arterial.
Tienes buena frecuencia respiratoria, me dijeron en un tono de alivio.
Entonces desplegaron de sus mochilas de excursionistas todos los implementos necesarios, además traían consigo un tanque de oxígeno y un aparato de ozono y una máquina portátil generadora de oxígeno. A partir de ese momento mi recámara quedó transformada en un cuarto de cuidados intensivos.
Con esos equipos y con los medicamentos necesarios Nora y Norma se han dado a la tarea de salvar muchas vidas, al menos las de cuatro centenares de pacientes de todas las edades y clases sociales que no encontraron, por diversos motivos, un lugar en un hospital para atenderse del Covid.
Nora y Norma han antepuesto su vida para salvar la vida de los demás llevando casi un año sin tregua en la primera línea de fuego del Covid.
Ahora estaba yo ahí ante ellas con mi vida como un cheque al portador.
Apenas un mes antes había dejado el estrés al que las deudas y mi precaria situación económica me habían llevado a consecuencia de los estragos financieros provocados por la pandemia. Cancelé proyectos, suspendí la escritura de un par de libros en los que venía trabajando, perdí mis ingresos como colaborador free lance y terminé vendiendo lo único de valor que tenía: mis libros. Pagué parte de mis deudas y pase las Navidades con el alma adormecida de tantas presiones, sin quejarme ni decir nada a nadie sobre mi debilitado estado de salud. Aposté la fortaleza sí se le puede llamar asíde mi sistema inmunológico al consumo desaforado de las vitaminas y a las bacanales que procuré muchas veces los fines de semana con alucinantes carnes asadas y tragos de güisqui, mezcal y tequila.
Estaba ahí ahora para pagar las facturas de tantas borracheras y el tren de grosería de los últimos años, de hacer un balance de mi vida, de llegar a pensar haber vivido sin fines, de haber estado comiendo y produciendo mierda durante los años y los años. Había llegado el momento de hacer, de modo inevitable, el recuento del trajín y la vaciedad de aquellos años todos. Ser autocrítico antes de pasar a formar parte de las estadísticas para bien o para mal.
Sabía yo que llevaba todas las perder. Con 63 años y una enfermedad crónica, la misma que mató a mi padre y a mi hermano Ismael, así que ahora estaba ahí desnudo y sin prejuicios ante el bicho más mortífero de los últimos tiempos.
La atención de mis hermanas fue más que oportuna. Comenzaron el tratamiento con anticoagulantes y una fuerte dosis de ozono vía intravenosa y rectal, aspirinas y otros medicamentos para combatir la infección. Al mismo tiempo sin ninguna concesión fui sometido a una rigurosa dieta a base de verduras y jugos verdes y nada más. Me daba igual, había perdido el apetito y ni siquiera percibía el más mínimo sabor y olor de las cosas.
Por dos semanas estuve anclado en mi cama con los síntomas y el fastidio por el encierro. Estaba secuestrado por una intermitente temperatura que combatía con compresas para tratar de estabilizarla. La fiebre era la respuesta de mi sistema inmune para defenderme del virus. Mis defensas estaban haciendo bien su trabajo, de algo servían los puños de vitaminas que día con día durante un año estuve consumiendo para prepararme para estos momentos. Las vitaminas D, C, Zinc, Omega 3, Glisina, Selenio y otras habían funcionado.
Salvo un día estuve conectado al oxígeno al 2 por ciento y dejé el aparato no tanto porque estuviera mejor sino porque una persona más enferma lo requería y mis hermanas decidieron que yo no lo requería pues mis niveles de saturación evolucionaban satisfactoriamente.
Después de dos intensas semanas y de haber cumplido su ciclo el bicho dentro mi cuerpo, mi hermana Nora me confió: “Te salvaste canijo”.
En la soledad de mi enfermedad le daba a mi alma descanso y paz con la música. El virus cansa y deja un vacío. El encierro permanente semiparaliza el cuerpo. Yo no estaba dispuesto a terminar como un tiliche, como un muñeco de trapo, sin equilibrio.
Tras superar la enfermedad, experimenté que mi voz había adquirido un tono sedante como cuando uno sube una montaña y termina agitado. Poco a poco me siento relajado y comienzo con mínimas dificultades a aporrear mi teclado.
Nora y Norma me dicen a manera de consuelo. “Vas a tomar unos días de descanso… viene tu recuperación”.
Ha pasado una semana desde entonces. Tenía unas ganas irrefrenables de escribir y contarles esta amarga experiencia.
Quizás resulte temerario decirlo, pero lo bellamente onírico sucedió: vencí al Covid.