VENCÍ AL COVID…
JOSÉ MARTÍNEZ M.
–Es covid.
Cuando
escuché el diagnóstico médico me estremecí. Pensé que en el peor de los
casos pasaría a formar parte de las estadísticas como uno más de los
miles y miles que cada día pierden la vida desde que comenzó la
pandemia. Apenas había transcurrido la primera semana de enero y yo
estaba infectado del virus. Así comenzaba el 2021. Tenía unos días de
haberme dado un respiro después del peor año de mi existencia. La
ilusión de que iban a mejorar las cosas se desvaneció. Mis esperanzas se
esfumaron. De pronto estaba, ahí, en el infierno tan temido.
Ahora
estaba yo ahí frente a mi realidad. Los hospitales de la Ciudad de
México a tope y sin la menor esperanza siquiera de ocupar algún lugar en
una clínica privada. Por mi condición económica provocada por la
pandemia ni remotamente puedo ahora aspirar a un hospital privado. Es
inaccesible. No dispongo de un seguro médico ni cuento –como millones de
personas– de un carnet de acceso a ninguna institución pública de
salud.
Cuando
recurrí en su momento a una simple consulta en el Instituto Nacional de
Nutrición ni siquiera se tomaron la molestia en atenderme para tomarme
mis datos.
Ahora
estaba enfermo y a la medianoche estaba yo ahí en mi cama con la
saturación de oxígeno al límite con el temor de que no cayera en una
oxigemia, pues una insuficiencia respiratoria podía complicar mi frágil
estado de salud si en algún momento se llegaran a disparar mis niveles
de glucosa. La temperatura por encima de los 39 grados al borde de los
40. Una tos seca no me dejó conciliar el sueño el día anterior. Ni
siquiera me había percatado que mis sentidos del gusto y el olfato
estaban ausentes. En la mañana de ese día había conducido 400 kilómetros
de carretera de ida y vuelta. En el camino almorcé fuerte y todavía
bebí un caballito de tequila como se hace cuando uno se quiere cortar
una gripe. Entonces comenzaban los síntomas y yo ni siquiera lo sabía
hasta que en la noche ¡Bingo! el Covid me tenía atrapado en sus garras.
Con
más de seis décadas de existencia no estaba dispuesto a dar tregua a mi
enemigo invisible, estaba decidido a dar, tal vez, la última batalla de
mi existencia. Desde un año antes me había estado preparando a
sabiendas de que algún día me tocaría por mucho que me estuviera
cuidando y hasta escondiendo debajo de la cama.
Nadie
es inmune por rico y poderoso que sea. Y menos yo, un veterano
periodista que desde hace cinco lustros decidió trabajar por su cuenta
ganándose la vida como un modesto escritor. Al igual que el presidente
Obrador que se tomó siempre el Covid con frivolidad cayó en las garras
del bicho y se atrincheró en su palacio. Lo mismo le ocurrió al magnate
Carlos Slim quien tan pronto presentó los primeros síntomas se fue a
atender de inmediato al hospital de nutrición, del que es uno de sus
benefactores. Slim y sus temores de no querer ser el más rico del
panteón.
Yo
había sido advertido de que la única forma de enfrentar en su momento
el bicho era reforzando mi sistema inmunológico. Para ello por lo menos
me tomé una veintena de frascos de vitaminas desde que comenzó la
pesadilla del Covid. Ahora había llegado la hora de hacer frente al
maldito virus.
Mis
hermanas Nora y Norma –quienes se encuentran en la primera línea de
fuego en el combate al Covid– llegaron a mi casa a la medianoche. Yo
estaba tirado en la cama con el cuerpo hecho trizas. Dolores musculares,
temperatura y una tos espantosa me delataban.
Me tomaron los signos vitales: ritmo cardíaco, oxigenación, temperatura y presión arterial.
–Tienes buena frecuencia respiratoria, me dijeron en un tono de alivio.
Entonces
desplegaron de sus mochilas de excursionistas todos los implementos
necesarios, además traían consigo un tanque de oxígeno y un aparato de
ozono y una máquina portátil generadora de oxígeno. A partir de ese
momento mi recámara quedó transformada en un cuarto de cuidados
intensivos.
Con
esos equipos y con los medicamentos necesarios Nora y Norma se han dado
a la tarea de salvar muchas vidas, al menos las de cuatro centenares de
pacientes de todas las edades y clases sociales que no encontraron, por
diversos motivos, un lugar en un hospital para atenderse del Covid.
Nora
y Norma han antepuesto su vida para salvar la vida de los demás
llevando casi un año sin tregua en la primera línea de fuego del Covid.
Ahora estaba yo ahí ante ellas con mi vida como un cheque al portador.
Apenas
un mes antes había dejado el estrés al que las deudas y mi precaria
situación económica me habían llevado a consecuencia de los estragos
financieros provocados por la pandemia. Cancelé proyectos, suspendí la
escritura de un par de libros en los que venía trabajando, perdí mis
ingresos como colaborador free lance y terminé vendiendo lo único de
valor que tenía: mis libros. Pagué parte de mis deudas y pase las
Navidades con el alma adormecida de tantas presiones, sin quejarme ni
decir nada a nadie sobre mi debilitado estado de salud. Aposté la
fortaleza –sí se le puede llamar así–de
mi sistema inmunológico al consumo desaforado de las vitaminas y a las
bacanales que procuré muchas veces los fines de semana con alucinantes
carnes asadas y tragos de güisqui, mezcal y tequila.
Estaba
ahí ahora para pagar las facturas de tantas borracheras y el tren de
grosería de los últimos años, de hacer un balance de mi vida, de llegar a
pensar haber vivido sin fines, de haber estado comiendo y produciendo
mierda durante los años y los años. Había llegado el momento de hacer,
de modo inevitable, el recuento del trajín y la vaciedad de aquellos
años todos. Ser autocrítico antes de pasar a formar parte de las
estadísticas para bien o para mal.
Sabía
yo que llevaba todas las perder. Con 63 años y una enfermedad crónica,
la misma que mató a mi padre y a mi hermano Ismael, así que ahora estaba
ahí desnudo y sin prejuicios ante el bicho más mortífero de los últimos
tiempos.
La
atención de mis hermanas fue más que oportuna. Comenzaron el
tratamiento con anticoagulantes y una fuerte dosis de ozono vía
intravenosa y rectal, aspirinas y otros medicamentos para combatir la
infección. Al mismo tiempo sin ninguna concesión fui sometido a una
rigurosa dieta a base de verduras y jugos verdes y nada más. Me daba
igual, había perdido el apetito y ni siquiera percibía el más mínimo
sabor y olor de las cosas.
Por
dos semanas estuve anclado en mi cama con los síntomas y el fastidio
por el encierro. Estaba secuestrado por una intermitente temperatura que
combatía con compresas para tratar de estabilizarla. La fiebre era la
respuesta de mi sistema inmune para defenderme del virus. Mis defensas
estaban haciendo bien su trabajo, de algo servían los puños de vitaminas
que día con día durante un año estuve consumiendo para prepararme para
estos momentos. Las vitaminas D, C, Zinc, Omega 3, Glisina, Selenio y
otras habían funcionado.
Salvo
un día estuve conectado al oxígeno al 2 por ciento y dejé el aparato no
tanto porque estuviera mejor sino porque una persona más enferma lo
requería y mis hermanas decidieron que yo no lo requería pues mis
niveles de saturación evolucionaban satisfactoriamente.
Después
de dos intensas semanas y de haber cumplido su ciclo el bicho dentro mi
cuerpo, mi hermana Nora me confió: “Te salvaste canijo”.
En
la soledad de mi enfermedad le daba a mi alma descanso y paz con la
música. El virus cansa y deja un vacío. El encierro permanente
semiparaliza el cuerpo. Yo no estaba dispuesto a terminar como un
tiliche, como un muñeco de trapo, sin equilibrio.
Tras
superar la enfermedad, experimenté que mi voz había adquirido un tono
sedante como cuando uno sube una montaña y termina agitado. Poco a poco
me siento relajado y comienzo con mínimas dificultades a aporrear mi
teclado.
Nora y Norma me dicen a manera de consuelo. “Vas a tomar unos días de descanso… viene tu recuperación”.
Ha pasado una semana desde entonces. Tenía unas ganas irrefrenables de escribir y contarles esta amarga experiencia.
Quizás resulte temerario decirlo, pero lo bellamente onírico sucedió: vencí al Covid.