JOSÉ MARTINEZ M.
Está por concluir uno de los años más tristes en la historia del mundo. Quizás hemos pasado los días más tristes de nuestra existencia. Experimentamos una de las peores catástrofes sanitarias. Esta crisis nos sorprendió en medio de tanta hambre, de tanta pobreza y de tanta desdicha. Como el tatuaje de un hierro ardiente, a varias generaciones, la pandemia nos acompañará como un recuerdo toda la vida.
El año de 2020 permanecerá guardado en nuestra memoria individual como el punto de arranque de nuestro destino y de nuestra historia personal.
A nuestra manera vivíamos en nuestra Arcadia, pero nuestro paraíso se convirtió en un infierno. Quizás, sin darnos cuenta, éramos sumamente felices.
Estos días de fiesta me han embargado de melancolía. Apenas en marzo me atreví a recurrir a las redes sociales como una válvula de escape a mis frustraciones. Para escapar de esa soledad aventé una botella al mar y coloqué una imagen de Cortázar con la silueta de un gato.
Sentí una irrefrenable manera de escribir. Me volqué a criticar nuestros políticos y gobernantes, responsables en gran medida de las pésimas estrategias que han dejado a decenas de miles de víctimas de la pandemia, sin omitir nuestra propia culpa al actuar con desdén ante el flagelo provocado por el virus.
Muchos llegaron al extremo de la psicosis, como una expresión de una falsa creencia de lo que aún está sucediendo.
Nos dijeron que no nos preocupáramos, que éramos una raza fuerte y resistente. Que en abril se iba a aplanar la curva y que los muertos no excederían de seis mil. Después se nos dijo que llegar a 60 mil sería una catástrofe. Oficialmente van más de 120 mil, el doble del escenario catastrófico, pero las actas de defunción en el registro civil nos indican que hay otros 200 mil muertos, por encima de los registros del comportamiento habitual en los últimos años.
Los muertos se han reducido a unas simples cifras, a formar parte de las estadísticas. Lo mismo ha ocurrido con las víctimas de las masacres y las tragedias ocurridas en las últimas décadas y que han convertido al país en un cementerio.
Ante millones de ojos en el mundo, la gente no sale de la sorpresa por todo lo que le ha sucedido en nuestro país ante la insensibilidad de un gobierno presidido por unas autoridades que hasta ahora jamás han puesto un pie en un hospital, excepto cuando se hizo una simulación para un acto de propaganda política.
Un gobierno que declaró tres días miserables de duelo por las víctimas de la pandemia, mientras el presidente rompía las reglas internas de su administración y apostaba de una manera ruin y deleznable por actos propagandísticos de campaña, llegando a tomar decisiones criminales como inundar pueblos enteros ante la amenaza del desbordamiento de una presa, mientras a otros se las arrebataba para abastecer las cuencas de nuestros vecinos del norte.
Mientras tanto, las escenas fúnebres han sido parte de nuestra vida cotidiana en el año más mortífero del último siglo.
En los albores de la primavera, las Naciones Unidas dio la voz alerta, al reconocer que enfrentábamos la peor pandemia de nuestra historia. Vimos pasar el verano y el otoño con tristeza, el invierno tocó a nuestras puertas con fiereza.
Pasamos la peor de las navidades de nuestra existencia con hospitales desbordados, sin la infraestructura ni los medicamentos necesarios, con panteones y hornos crematorios al tope. Atrás quedaron las falsas promesas de disponer de un sistema sanitario del primer mundo.
Pensar que decenas de miles de personas ya no están aquí, sin saber a qué horas sucedió su desgracia.
Hoy todo parecería una locura. El número de muertos es descomunal.
Nuestra tragedia comenzó con la muerte de un joven de 41 años que había asistido a un concierto de rock el 3 de marzo en el Palacio de los Deportes. Fue internado en el Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias. El 19 de marzo su cuerpo salió directo a la morgue…
Nada ha cambiado desde entonces.
En mi nostalgia invernal transcurren en mi jardín ciertos atardeceres apacibles de soledad y lejanía, con un poco de sol. De vez en cuando las bandadas de pájaros vuelan hacia el sureste y se escuchan, esporádicamente, como si provinieran de un mundo irreal. Nostalgia de aquellos mediodías cuando el tiempo parecía paralizarse sobre las ramas. La quietud es tan irreal que ni los pájaros se mueven entre el follaje.
Así se nos acaba el peor año de nuestra existencia ante la impunidad de un gobierno y su falsa estrategia. Donde reina la ambición de un hombre ávido de poder que lucra políticamente con la desgracia en un país de pobres donde el hombre piensa con el estómago ve con su desnudez y siente con su miseria.
Sólo nos cabe preguntar, ¿Y ahora quién sigue?