JOSÉ MARTÍNEZ M.
En la zona del Tigre, al norte de la ciudad de Buenos Aires, en la negrura salpicada de estrellas, se fue a la cama a descansar, la vigilia era un inevitable presagio. Durante horas lo acosó el sueño que lo había maltratado toda la noche, en el naufragio de pensamientos logró dormir, pero ya no despertó.
Murió inexplicablemente devorado por el hastío. Su existencia diaria estaba fatalmente condenada a la monotonía. El trajín y la vaciedad de todos aquellos años lo anclaron en la frivolidad hasta el final de su vida. Sin tregua renovada pasaba los años, los meses, las semanas y los días en una especie de adormecida conciencia, de un pesado estupor, de haber vivido sin fines, de haber estado comiendo y produciendo mierda durante los años y los años.
Su cuerpo estaba dotado de apetitos urgentes, de una insaciable multiplicidad por esa droga que un famoso escritor argentino llamó “exitocina”. Quienes tienen esa adicción no saben qué hacer con ella.
Una tarde cualquiera, el que fue el hombre más rico del mundo me dio una cátedra de lo que, según él, es el éxito. La “exitocina”, me dijo, no solo es el dinero, es hacer lo que más amas en la vida y te lleva al triunfo.
Ahora que falleció el famoso personaje en medio del estupor en todos los rincones del mundo, él fue un zafio como muchos hombres y mujeres meramente intuitivos y sólidamente ignorantes. Personajes que alcanzaron la gloria y se hicieron millonarios, unos simples tunantes con historias semejantes. Siempre insatisfechos, convertidos en objetos, en ídolos, vanidosos a raudales, que consciente o de manera inconsciente se encargaron de derrumbar sus mitos.
Dinero, alcohol, drogas y sexo. Fama y poder, hay muchos que no saben qué hacer con ello. Muchos de estos personajes llegan a la fama de una manera deslumbrante, provenientes de un barrio de alguna ciudad pequeña, despuntan desde los primeros años de su existencia, sustraídos de la casa paterna salen derecho a las fauces de los lobos.
Poseídos como objetos, las estrellas del espectáculo (de los deportes o la farándula) son especímenes que sufren una deshumanización que los amarga y pudre aprisa. Son pocos en realidad los que se apartan de ese itinerario.
Maradona fue etiquetado como “el mejor futbolista del mundo”. Despertó encanto y exaltación entre quienes lo vieron jugar con la magia que hacían sus poderosas piernas. Muchos dueños de equipos en el mundo querían adueñarse de él, en medio del gozo, la codicia y el dolor de sus triunfos y derrotas.
Tras su fama en las canchas llegó el momento del retiro en la plenitud de su vida –aunque para el futbol ya era un viejo– tenía entonces 37 años pero su cuerpo escocido y aterido de tantos golpes lo llevó a una nueva vida que con años acabó en una desdeñosa lástima. Su poderosa figura física se acabó y comenzó abiertamente a llevar una existencia de una frivolidad asfixiante sin mínimos espacios a la inteligencia.
Los políticos en turno, de aquí y allá, comenzaron a servirse de él. Lo mismo en Libia que en Dubái, en Cuba que en Venezuela, en Argentina que en México.
En el fútbol la inteligencia es un artículo de escaso consumo o de ningún consumo. Pero en ese mundo sobra la adulación a raudales. Las estrellas de ese deporte, como en muchos otros, son manejados, manoseados y poseídos como objetos. Y Maradona no sabía que en lo oscuro del olmo podrido las arañas van tejiendo sus telas grises. Restaurantes de lujo, antros y fiestas continúas con borracheras los 365 días del año con amigos y desconocidos de a poco se iba urdiendo la vía dolorosa de su triste final.
El encierro permanente por la pandemia lo deprimió y la abstinencia lo acabó. El sobrepeso de su cuerpo lo tenía semiparalizado ni siquiera tenía un perro para conversar con él. Sus conversaciones sin fin eran con las paredes de su cuarto ni siquiera con los criados que lo atendieron sus últimos días.
Desde mucho antes de los 60 años de edad, era ya un tiliche, cuando llegaba a salir a la calle no aguardaba el equilibrio. Alguna vez en el palco de un estadio mientras veía la derrota de su selección se le vio auxiliado por un equipo médico, cuando algunos llegaron a temer lo peor. En los últimos meses cuando se caía y no había nadie a su alrededor, se quedaba en el suelo hasta que alguien lo ayudaba a levantarse.
La compulsión irrefrenable de entregarse a una vida mundana lo derrotó. En la plenitud de su vida se le veía con envidia por las mujeres de las que se hacía acompañar, hembras poderosas como máquinas ninfales, estrellas de cine de argumentos idiotas que ellas filmaban sin protestar. Ese era su alimento de mucho tiempo, botellas de champaña, de güisqui en güisqui, de antro en antro, de pleito en pleito, fue el divertido escándalo lo mismo en París que en cualquier parte del mundo. El mismo tren de grosería y disipación, de amontonamiento de aventuras.
Su muerte no fue una sorpresa. Amaneció adormecido como su conciencia. Millones de todo el mundo le lloraron, para algunos hacía tiempo que se acabó el negocio del futbol que les dejó fabulosas ganancias.
Así es de cruel y estúpido el mundo, el negocio del futbol, del “deporte” que va dirigido a las masas, que masifica y embrutece a los que ponen en él su destino.
El héroe de las canchas murió en la soledad de sus enfermedades. Deprimido en la penumbra de su existencia, repetía una y otra vez alguno de los programas del Chavo del Ocho, por quien sentía una devoción, eso le alimentaba el alma y le brindaba descanso y paz.