JOSÉ MARTÍNEZ M.
Para Rosario Casco con mucho cariño.
 Hoy se cumplen cuatro años de la partida de mi querido Capitán Lujuria,
 mejor conocido como el Águila Negra. En noviembre próximo cumpliría 80 
años. 
 Un artesano insomne que siempre se levantaba de madrugada 
para sentarse a trabajar, primero ante el teclado de una máquina de 
escribir, después lo haría ante la pantalla de una computadora para 
contar alguna historia o redactar algún artículo periodístico. Esa sería
 la tarea de todos los días de su vida desde su adolescencia. Un 
escribidor.
 René Avilés Fabila nació para ser periodista y escritor.
 Su maestrazgo cubrió el horizonte de su fructífera existencia. En su 
larga trayectoria universitaria formó innumerables generaciones de 
periodistas y cobijó bajo su sombra a jóvenes escritores. 
 Un día de
 1974 pasó por las aulas de la preparatoria número 2 donde concluía mis 
estudios preuniversitarios y con su presencia y agudo sentido del humor 
nos iluminó. René era un joven escritor que había cimbrado a la clase 
intelectual con su novela Los Juegos en 1967 y luego refrendaría su 
espíritu crítico en 1970 con su libro El gran solitario de Palacio sobre
 el movimiento estudiantil de 1968.
 En aquella ocasión René nos 
habló de la obra de Jaime Torres Bodet, quien fuera uno de los 
conspicuos miembros del grupo de Los Contemporáneos y quien apenas en 
mayo de ese año se había suicidado ante el sopor del cáncer que padecía y
 con el que aprendió a convivir por más de tres lustros.
 En buena 
medida mi incursión en el periodismo se la debo a René y a Marco Aurelio
 Carballo quienes me enseñaron algunos trucos y me advirtieron de los 
gajes del oficio, además de disfrutar de la amistad de ambos hasta el 
final de su existencia, relación que se afianzó a partir de mis primeros
 pasos como periodista. 
 René había publicado algunos cuentos y 
ensayos antes de su primera novela Los Juegos en 1967, una semana antes 
de cumplir los 27 años. 
 Emmanuel Carballo fue el que aceleró al 
editor Rafael Giménez Siles   para que René escribiera y publicara su 
primera novela. René escribió un texto satírico de los personajes más 
emblemáticos de la cultura nacional. Al leerla, los editores la 
rechazaron. Ante la censura René se aferró a publicarla. Lo hizo con el 
poco dinero que tenía y con la ayuda de sus amigos. La publicación de la
 novela resultó un escándalo, desde entonces se convirtió en un 
personaje incómodo para la mafia de los intelectuales. El rencor de los 
afectados lo persiguieron hasta el final de sus días, cosa que a él 
jamás le incomodó, pues a cambio gozó a plenitud de su libertad de 
creación y su independencia intelectual.
 En los últimos años de su 
vida disfrutó de innumerables homenajes, entre ellos, un doctorado 
universitario y la medalla Bellas Artes por su prolífica trayectoria. 
 Muchos de sus amigos nos concentramos en El Buho y en su fundación que 
lleva su nombre, invariablemente nuestras reuniones acaban en 
borracheras. Recuerdo, entre muchas, una comida en su cosa con La China 
Mendoza y el pintor Guillermo Ceniceros, cenas con el escultor Sebastián
 y el pintor José Luis Cuevas, lo mismo invariables encuentros con los 
escritores Carlos Montemayor y José Agustín y charlas extraordinarias 
con mi querido actor Carlos Bracho y Helena Paz Garro, la hija de la 
espléndida escritora Elena Garro y el poeta Octavio Paz.
 Inteligente
 y astuto, con un espléndido y privilegiado sentido del humor, siempre 
afable y correcto, seductor por naturaleza, llevaba una sonrisa en los 
labios que lo distinguían de los demás, murió guapo y elegante sin 
conocer la “derrota miserable de la vejez”, como decía Paz.
 Honesto a
 carta cabal, jamás permitió dejarse seducir por el poder. Todo 
pundonor, sin arrogancia, nunca se dejó vencer, criticó a los poderosos y
 a sus pares sin rencor ni malicia, por el contrario nos deleitaba con 
su ironía venenosa.
 Recorrí con René y muchos otros de sus amigos 
las más prestigiadas universidades del país dando conferencias lo mismo 
que bebíamos en los más elegantes salones hasta las más modestas 
cantinas,  bares y cabaretes celebrando momentos esplendorosos con putas
 maravillosas.
 René se fue con la satisfacción del deber cumplido. 
Periodista tenaz, escritor prolífico y promotor incansable de la 
cultura. Maestro solidario y respetuoso de sus alumnos, dejó un enorme 
hueco en el corazón de sus amigos, que lo seguimos extrañando. 
 En el recuerdo quedan algunos viajes por el Caribe y fiestas con nuestras respectivas esposas. 
 En cierta ocasión René y el columnista Carlos Ramírez me acompañaron a 
presentar un libro en la Universidad del Caribe, en Cancún. Después de 
visitar Chetumal, Ramírez viajó de ahí a Chiapas. El gobernador nos 
facilitó un par de minúsculas avionetas destartaladas para trasladarnos.
 No sé cómo le fue a Carlos en su viaje pero a René y a mí nos puso a 
rezar el padre nuestro porque próximos a llegar nos quedamos sin 
combustible y aterrizamos con bien de puro milagro. La aventura nos cayó
 como anillo al dedo –como diría el clásico– porque tuvimos el pretexto 
para alzar un par de botellas de güisqui en señal de salud. 
 
Concluyo estas líneas en homenaje del entrañable Águila Negra con una 
anécdota contada por uno de los mejores amigos de René, el periodista 
Rafael Cardona:
 “En la página 201 de El reino vencido (su sexta 
novela), el personaje, Emilio Medina Mendoza, busca en la taberna a su 
tío Orlando, un misántropo borracho cuya lectura de infinitos libros se 
desahogaba en “La piedra del sol”. No lo encuentra pero sí se sienta en 
una mesa junto a Otto René Castillo y al poeta Alfredo Cardona Peña, de 
quien el gran René sería discípulo y amigo.
 “Mucho tiempo después, 
cuando Alfredo Cardona Peña murió y por propia voluntad fue necesario 
llevar sus cenizas a Costa Rica, su patria, su hijo, Alfredo, René y mi 
hermano Miguel Ángel, decidieron darle cumplimiento a la petición del 
difunto.
 “Y allá va la tercia con la urna en una valija. Tras nimios
 trámites aduanales y con el arenoso residuo poético a cuestas, en 
emulación de una película mexicana, se la toman por la libre y disponen 
un póstumo homenaje en trepidante lupanar de San José, en medio de 
música tropical y daifas de enhiestas pestañas color de madrugada.
 “La pregunta a la mañana siguiente era terrible y dolorosa como un cuchillo en el corazón:
 “—“¿Dónde está papá?”; preguntó Alfredo Cardona Chacón.
 “—“No lo sé,” respondió Miguel Ángel Cardona Bolaños. Lo mismo dijo René Avilés Fabila.
 “—‘¡Carajo!’, gritaron todos, tenemos que buscarlo, ¿dónde, dónde quedó Alfredo?
 “Y con el sol inclemente de una resaca de pavor, los tres se fueron a 
hurgar en el silencio del congal, entre mesas volteadas y sillas patas 
para arriba; colillas, humos muertos, perfumes podridos de putas sin 
nombre ni pasado, el cómodo y callado sitio donde habían olvidado, en el
 más escandaloso de los desmadres, el cenicero final del querido tío 
Alfredo.
 “Encontraron la urna dentro de la caja de un tambor.
 
“La limpiaron con las mangas del ron y el remordimiento del tabaco y 
sólo entonces le dieron cumplimiento a la última petición del poeta, 
quien alguna vez escribió en silencio:
 “…otros vendrán, probando que la tarde, sólo se profundiza con la muerte…”
 Salud, querido René, dónde quiera que te encuentres…
 
