JOSÉ
MARTÍNEZ M.
Cuando
Obrador ganó las elecciones todo era euforia. Pero llegó el coronavirus y le
aplanó la curva de simpatizantes. Al menos en las redes sociales se percibe el
desencanto. Las encuestas también registran una importante caída en su
popularidad. Vaya, ningún presidente desde la era digital ha sido vapuleado
como Obrador. Le ha ido como en feria, a tal grado que le reclamó a Facebook y
a Twitter ser “víctima” de los famosos bots, pues, según él, se trata de
críticas artificiales. No lo creo.
La
respuesta al reclamo fue contundente: más de la mitad de los seguidores de
Obrador en las redes son bots. No se puede tapar el sol con un dedo. Desde
luego que existe irritación social. Incluso algunos de los hombres más
prudentes de este país (Y no es una virtud) han caído en la imprudencia de
criticar al Presidente. Por fortuna vivimos otros tiempos.
Como escribió
Nietzsche, vivimos “El ocaso de los ídolos”. Obrador es el Ecce homo, el ídolo
furiosamente denostado y al mismo tiempo alabado, que no sabe ocultar el resentimiento
de su existencia.
No hace
mucho en nuestro país había tres grandes mitos intocables: la Virgen de
Guadalupe, el Ejército y el Presidente. Todo eso se acabó. La prensa, los
intelectuales y la sociedad civil acabaron con esos mitos.
El
filósofo Voltaire fue quien planteó que para que la modernidad fuera posible
era necesario que ella se apoyase en la llamada opinión pública formada
obviamente y con pruebas fehacientes por escritores que no temiesen la
represalia de los poderosos. Es así que si alguien ha cumplido de sobra su
papel en el proceso de democratización del país, sin duda, han sido los
periodistas y los activistas sociales, quienes han pagado una alta cuota de
sangre en las últimas décadas y que hoy permiten la existencia en la pluralidad
de los partidos políticos y la alternancia en el poder.
Un
empresario muy sabio y muy rico que presidió, hace 90 años, la cámara de
comercio don Cayetano Blanco Vigil, hizo una campaña de la cerveza Corona que
cumplía cinco años en el mercado y era todo un éxito. Decía: “20 millones de
mexicanos no pueden estar equivocados”.
Como
decía dicho personaje, ahora decenas de millones de mexicanos no pueden estar
equivocados: Obrador no debe sentirse el dueño del país. Su encargo es temporal
y hasta ahora en lo que va de su mandato los resultados son nulos. La
cancelación del aeropuerto y la rifa del avión sin avión, son escándalos
menores, si se le comparan con la manipulación de las estadísticas por los
contagios y muertes por el coronavirus.
El
presidente no puede refocilarse, sencillamente porque es vulgar y grosero, el
festinar que con su llegada al poder se acabó la corrupción. No se puede
conducir de manera candorosa y angelical porque peca de ingenuo, por no decir
otra cosa, de que el pueblo es feliz cuando la inmensa mayoría de la población
vive una tragedia. Es obvio que muchos perderán su empleo (algunos ya lo han
perdido) y muchos más hacen peripecias para llevar un pan a su mesa. Caray, el
presidente no puede andar por las pueblos festinando sus “logros” y sus
“virtudes”.
Eso me
recuerda las sabias palabras del escritor del Siglo de Oro, Gregorio González
quien en su novela picaresca El guitón Honofre escribió: “Vivamos como
virtuosos, aunque no lo seamos”. Ayer Bejarano, hoy Bartlett, esa es la virtud
del campeón de la moral.
En
nuestro país pareciera que politicastro y corrupción son sinónimos, ya que los
puestos públicos son más bien privados y estamos convencidos de que la política
no debe servir para solucionar problemas sociales sino más bien para
enriquecerse.
En el
siglo XVII Mateo Alemán, autor de la novela picaresca Guzmán de Alfarache hace
decir a uno de sus personajes: “Todo anda revuelto (…) todos vivimos en
acechanzas los unos con los otros, como el gato para el ratón o la araña para
la culebra (…) Todos roban, todos mienten, todos trampean; ninguno cumple con
lo que debe, y es lo peor que se precian dello”. Se dice que para los antiguos
griegos la nobleza era “la fuente del proceso espiritual mediante el cual nace
y se desarrolla la cultura de una nación”. Era por esto que creían que todo
aquél que aspirase a mandar debía poseer la areté, es decir, algo así como
virtud.
En
nuestro país, tal y como dice Mateo Alemán, los que mandan más bien acostumbran
jactarse de sus bribonerías y es el único ejemplo que trasmiten a sus
gobernados.
Por
favor. Olvidémonos de las estampitas, de que el coronavirus es una enfermedad
de ricos, de que la crisis será transitoria y de que domamos al bicho, seamos
cínicos y no tengamos escrúpulos si queremos ser como nuestro redentor que ha
transformado al Palacio en la casa de la mentira, pues ya sabemos que en
realidad para Obrador, “la moral es un árbol que da moras…”
Lo cierto
es que en la plenitud de la crisis sanitaria los mexicanos caminamos a ciegas a
la mitad del río. No hay transparencia ni credibilidad en la información del
gobierno de Obrador, no existe una base de datos que concentre las defunciones
ocurridas en todo el país y las muertes causadas por la enfermedad, los
expertos en estadísticas con fundamento en los datos aportados por el vocero
Gatell estiman en más de 800 mil el número de contagiados, pero las autoridades
sólo reconocen menos de 40 mil infectados y un poco más de 3 mil
fallecimientos.
Cuando al
presidente Obrador se le cuestiona sobre la falta de confiabilidad en las
cifras de la pandemia, éste recurre al típico argumento leguleyo ad hominem para
descalificar a sus interlocutores o bien para confundir o tratar de convencer a
sus críticos.
Es, pues,
el imperio de la mentira. Se pretende ignorar la realidad al anteponer sus
intereses políticos a sabiendas de que el próximo año habrá comicios y una de
sus banderas electorales sería la domesticación del coronavirus en caso de que
el número de muertos no sea tan escandaloso como en otros países (España o
Italia), o aún peor que en Estados Unidos. Esa es la apuesta. Pero cabe
preguntar si valió la pena correr ese riesgo político cuando llegue la ahora
del control de daños, sobre todo los de carácter económico porque en ello se
juega el futuro del país, el de las próximas generaciones.
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