domingo, 10 de mayo de 2020

OBRADOR, LA CASA DE LA MENTIRA



JOSÉ MARTÍNEZ M.

 

Cuando Obrador ganó las elecciones todo era euforia. Pero llegó el coronavirus y le aplanó la curva de simpatizantes. Al menos en las redes sociales se percibe el desencanto. Las encuestas también registran una importante caída en su popularidad. Vaya, ningún presidente desde la era digital ha sido vapuleado como Obrador. Le ha ido como en feria, a tal grado que le reclamó a Facebook y a Twitter ser “víctima” de los famosos bots, pues, según él, se trata de críticas artificiales. No lo creo.

La respuesta al reclamo fue contundente: más de la mitad de los seguidores de Obrador en las redes son bots. No se puede tapar el sol con un dedo. Desde luego que existe irritación social. Incluso algunos de los hombres más prudentes de este país (Y no es una virtud) han caído en la imprudencia de criticar al Presidente. Por fortuna vivimos otros tiempos.

Como escribió Nietzsche, vivimos “El ocaso de los ídolos”. Obrador es el Ecce homo, el ídolo furiosamente denostado y al mismo tiempo alabado, que no sabe ocultar el resentimiento de su existencia.

No hace mucho en nuestro país había tres grandes mitos intocables: la Virgen de Guadalupe, el Ejército y el Presidente. Todo eso se acabó. La prensa, los intelectuales y la sociedad civil acabaron con esos mitos.

El filósofo Voltaire fue quien planteó que para que la modernidad fuera posible era necesario que ella se apoyase en la llamada opinión pública formada obviamente y con pruebas fehacientes por escritores que no temiesen la represalia de los poderosos. Es así que si alguien ha cumplido de sobra su papel en el proceso de democratización del país, sin duda, han sido los periodistas y los activistas sociales, quienes han pagado una alta cuota de sangre en las últimas décadas y que hoy permiten la existencia en la pluralidad de los partidos políticos y la alternancia en el poder.

Un empresario muy sabio y muy rico que presidió, hace 90 años, la cámara de comercio don Cayetano Blanco Vigil, hizo una campaña de la cerveza Corona que cumplía cinco años en el mercado y era todo un éxito. Decía: “20 millones de mexicanos no pueden estar equivocados”.

Como decía dicho personaje, ahora decenas de millones de mexicanos no pueden estar equivocados: Obrador no debe sentirse el dueño del país. Su encargo es temporal y hasta ahora en lo que va de su mandato los resultados son nulos. La cancelación del aeropuerto y la rifa del avión sin avión, son escándalos menores, si se le comparan con la manipulación de las estadísticas por los contagios y muertes por el coronavirus.

El presidente no puede refocilarse, sencillamente porque es vulgar y grosero, el festinar que con su llegada al poder se acabó la corrupción. No se puede conducir de manera candorosa y angelical porque peca de ingenuo, por no decir otra cosa, de que el pueblo es feliz cuando la inmensa mayoría de la población vive una tragedia. Es obvio que muchos perderán su empleo (algunos ya lo han perdido) y muchos más hacen peripecias para llevar un pan a su mesa. Caray, el presidente no puede andar por las pueblos festinando sus “logros” y sus “virtudes”.

Eso me recuerda las sabias palabras del escritor del Siglo de Oro, Gregorio González quien en su novela picaresca El guitón Honofre escribió: “Vivamos como virtuosos, aunque no lo seamos”. Ayer Bejarano, hoy Bartlett, esa es la virtud del campeón de la moral.

En nuestro país pareciera que politicastro y corrupción son sinónimos, ya que los puestos públicos son más bien privados y estamos convencidos de que la política no debe servir para solucionar problemas sociales sino más bien para enriquecerse.

En el siglo XVII Mateo Alemán, autor de la novela picaresca Guzmán de Alfarache hace decir a uno de sus personajes: “Todo anda revuelto (…) todos vivimos en acechanzas los unos con los otros, como el gato para el ratón o la araña para la culebra (…) Todos roban, todos mienten, todos trampean; ninguno cumple con lo que debe, y es lo peor que se precian dello”. Se dice que para los antiguos griegos la nobleza era “la fuente del proceso espiritual mediante el cual nace y se desarrolla la cultura de una nación”. Era por esto que creían que todo aquél que aspirase a mandar debía poseer la areté, es decir, algo así como virtud.

En nuestro país, tal y como dice Mateo Alemán, los que mandan más bien acostumbran jactarse de sus bribonerías y es el único ejemplo que trasmiten a sus gobernados.

Por favor. Olvidémonos de las estampitas, de que el coronavirus es una enfermedad de ricos, de que la crisis será transitoria y de que domamos al bicho, seamos cínicos y no tengamos escrúpulos si queremos ser como nuestro redentor que ha transformado al Palacio en la casa de la mentira, pues ya sabemos que en realidad para Obrador, “la moral es un árbol que da moras…”

Lo cierto es que en la plenitud de la crisis sanitaria los mexicanos caminamos a ciegas a la mitad del río. No hay transparencia ni credibilidad en la información del gobierno de Obrador, no existe una base de datos que concentre las defunciones ocurridas en todo el país y las muertes causadas por la enfermedad, los expertos en estadísticas con fundamento en los datos aportados por el vocero Gatell estiman en más de 800 mil el número de contagiados, pero las autoridades sólo reconocen menos de 40 mil infectados y un poco más de 3 mil fallecimientos.

Cuando al presidente Obrador se le cuestiona sobre la falta de confiabilidad en las cifras de la pandemia, éste recurre al típico argumento leguleyo ad hominem para descalificar a sus interlocutores o bien para confundir o tratar de convencer a sus críticos.

Es, pues, el imperio de la mentira. Se pretende ignorar la realidad al anteponer sus intereses políticos a sabiendas de que el próximo año habrá comicios y una de sus banderas electorales sería la domesticación del coronavirus en caso de que el número de muertos no sea tan escandaloso como en otros países (España o Italia), o aún peor que en Estados Unidos. Esa es la apuesta. Pero cabe preguntar si valió la pena correr ese riesgo político cuando llegue la ahora del control de daños, sobre todo los de carácter económico porque en ello se juega el futuro del país, el de las próximas generaciones.

 


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