JOSÉ MARTÍNEZ M.
Andrés Manuel López Obrador es uno de los cinco presidentes más viejos de México desde la historia de nuestro país como nación independiente. Juárez, por ejemplo tenía 52 años cuando arribó al poder y Lázaro Cárdenas tenía 39 cuando asumió su mandato, fue el primer presidente electo que gobernó seis años y contaba apenas con los mínimos estudios de primaria. Ambos (Juárez y Cárdenas) son recordados como los presidentes que mejor han gobernado el país. Muy lejos de la estatura moral de estos presidentes, Obrador ambiciona trascender y ser recordado en un lienzo junto a los héroes nacionales. Lo malo, es que Obrador quizás pase a la Historia como el peor presidente de México. El nuestro es un país de jóvenes. Las dos generaciones más recientes –la llamada Generación x, nacida entre 1965 y 1980, y los Millennials, nacidos de 1981 a 1995– constituyen el 70% de la población y, como es natural, se inclinan por poner poca atención a las tendencias económicas positivas porque siendo tan jóvenes no experimentaron los puntos bajos de la historia reciente de México: las inflaciones y el desabasto de alimentos en los años setenta, la quiebra financiera nacional de los ochenta (debida al papel excesivo del Estado en la economía y a la dependencia del petróleo, cuando los precios mundiales se derrumbaron) o aun los desastres económicos de los noventa, que expulsaron a millones de mexicanos hacia Estados Unidos en busca de una vida mejor. Y en lo político, el eterno problema de la corrupción, convertido este flagelo en una especie de deporte nacional por excelencia. Muchos jóvenes votaron por el tabasqueño atraídos por sus promesas de un mundo mejor. Y así como los investigadores de laboratorio descubrieron que el mejor cebo para los ratones es el queso, Obrador ofreció un amplio repertorio de beneficios a millones de jóvenes sin perspectivas, la oportunidad de obtener ingreso o realizar estudios universitarios, empleo y becas, se trataba de una burda manipulación política con el temido fin de tener el control de sus conciencias. Pero ahora el descontento con su gobierno se puede palpar en las redes sociales, las que Obrador alabó como “benditas” en su discurso de posesión, ahora las cuestiona al tratar de descalificarlas. Es lógico, su manera de ser se rige por la incongruencia. No podemos dejar de reconocer su perseverancia para alcanzar sus objetivos. Ante los ojos de unos puede aparecer como un incansable luchador social y como un generoso líder de los que no tienen voz. De ahí su ambición de logar su inmortalidad. Lo peor es que sueña con alcanzarlo con dimensiones de idolatría. Lo que percibo en Obrador es un amasijo de contradicciones mentales e ideológicas. Todos los días habla de manera incontenible, no hay reflexión en sus palabras. Descalifica, ofende, pondera, en fin. Obrador desconoce que el hombre es sólo la palabra, no es otra cosa; el hombre no es un ser que piensa, que siente, que padece dolor, que goza alegrías, que viaja, que conoce; no, el hombre es un ser que habla, la única distancia frente a la especie zoológica es la voz, la palabra; y hay que ver, en este lamentable país, cómo lo único en lo que no se hace énfasis es en la palabra, precisamente. De ahí que tengamos que soportar tanto al político analfabeta como al político sagaz y cínico que no habla, vomita ruidos, vacíos, desde el Presidente de la República, o el candidato de las masas proletarias hasta el encargado del archivo de alguna oficina pública; vomitar el mismo cretinismo, la misma vaciedad de modo constante. Como decía el escritor Ricardo Garibay, la palabra, cuando es usada con propiedad, con respeto, con devoción, con cierto santo temor, es como un bisturí que abre el espíritu y lo muestra; es como asomarse a la ventana del castillo y ver el valle mojado por la lluvia y salir el sol. Por el contrario, salvo honrosas excepciones, los políticos mexicanos nos han demostrado que estos personajes del poder son la especie inferior del hombre; primero, no se puede pensar a gritos, y el político no habla, grita, vocifera, ladra; segundo, no se puede gobernar con la verdad. O sea, el político es el que a sabiendas propone lo menos como si fuera más, pero a sabiendas de que es lo menos lo que está proponiendo. El político es el hombre del engaño, de la falacia, es además una especie de bruto sumamente hábil, que no ama a nadie y que tiene como oficio convencer a todos de que los ama profundamente. Es, verdaderamente al revés, casi demoníaco, de la especie humana superior. El político es, ante todo, un hombre de poder, nada más. Se puede estar dando una batalla tremenda para llegar al poder, si no lo gana no es político; el político es el hombre de el poder, en el poder; el político sin poder es tan ridículo como un escritor sin ideas, o sin pluma, como una bailarina contrahecha o inmensamente gorda. Obrador debe aprender a escuchar a los demás. A los jóvenes políticamente incorrectos que se expresan en las redes sociales y a los que ahora pretende satanizar. Como buen conservador Obrador se siente ofendido con la incorrección política que se expresa en la oleada de memes, las burlas que recibe día con día en las redes sociales como expresión de rechazo a su forma de “gobernar”, si se le puede llamar así. Obrador necesita una buena dosis de tolerancia y como político debe aprender a tragar sapos sin hacer gestos. Para empezar debe dejar atrás su recetario moral, eso que a los jóvenes les parece chocante. Vaya, ojalá Obrador aprendiera algo de política y dejara atrás sus discursos ramplones de moral y espiritualidad. Si Maquiavelo independizó a la política de la moral, para poder entenderla. Si Kant independizó al derecho de la moral, asimismo, para poder estudiarlo como tal. La ética no nos sirve para hacer política ni tampoco para estudiarla. De otro modo, acabaríamos sin ver ni saber nada tanto de la ética como de la política. Quien ha decidido ser político debe estar bien dotado y armado para enfrentar toda clase de críticas, traiciones, deslealtades, engaños, tortuosidades, golpes bajos, maldades o seducciones e incluso hipnotismos que les pueden hacer sus contrincantes y hasta sus contlapaches. Por ahí debería empezar Obrador para curar su analfabetismo político.
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