JOSÉ MARTÍNEZ M.
Para Enrique Krauze con mi respeto y admiración
Cada vez que el presidente Obrador se sube al templete de las mañaneras para dar sus habituales “cátedras”, me llega a la mente el escritor ucraniano Nikolai Gogol.
Precursor de la novela moderna. Gogol es el autor del cuento Diario de un loco. Aunque han pasado ya casi dos siglos de la existencia de este escritor, en todo el mundo se le sigue recordando.
Obrador sueña con trascender. Su gran deseo es ser comparado a los grandes personajes de nuestra historia. Quizás sea el último caudillo de la historia mexicana. En pleno siglo XXI vive atrapado en el pasado. Las próximas generaciones tal vez lo recuerden, como nosotros lo hacemos ahora con los trenes de vapor que perdieron su importancia y actualidad.
Un político, por ilustre que sea, no debe vestirse con el alma de la provincia, porque reduce su horizonte hasta la provincia y se obliga al pintoresquismo, que es singularidad menor y obligadamente cómica. Así es obrador, un político para el que no existe el ancho mundo. (“la mejor política externa es la política interna”, suele decir). “Cuidado. La provincia es incurable”, decía el malvado e inteligente escritor Hugo Argüelles.
En su pequeño mundo Obrador libra una batalla contra los científicos y los intelectuales. Los desprecia.
Cuando dejó la Macuspana –su tierra natal donde su vida transcurría entre los pantanos de la región del Usumacinta–, fue abrigado por dos conspicuos personajes: Porfirio Muñoz Ledo y Cuauhtémoc Cárdenas. Su fama de agitador social y “líder natural” atrajo las miradas de ambos personajes quienes vieron en él un potencial de votos para la causa el entonces incipiente Partido de la Revolución Democrática, partido que con el paso de los años sucumbió por las pugnas internas de sus tribus y al que Obrador contribuyó a su demolición.
Muñoz Ledo lo acogió y apadrinó. Cárdenas se instauró como el primer líder del PRD, lo secundó Muñoz Ledo quien a su vez heredó la estafeta del partido a Obrador en 1996. Con el partido en sus manos Obrador maniobró para hacerse jefe de gobierno de la ciudad de México en el 2000. Ahí comenzó su delirante ambición por el poder.
Fue así que el tabasqueño se dio tiempo para alternar con algunos intelectuales, los que de inmediato percibieron la megalomanía de Obrador.
Fue así que el personaje que había dejado los pantanos del Usumacinta, emergía como un moderno Prometeo hasta llegar a rivalizar por el poder con Dios. Un iluminado que se siente un redentor y que muchas veces se ha visto en el espejo de Jesucristo. De ese tamaño.
Pero resultó que ese personaje se convertiría más bien en un Frankenstein que se ha revelado para imponer su moral científica y su pensamiento totalizador: “O estás conmigo o eres mi enemigo… defínete”.
Proclive a los insultos y descalificaciones, Obrador se ha lanzado contra el historiador Enrique Krauze, uno de sus más feroces críticos. Ya antes lo hizo contra el Premio Nobel Mario Vargas Llosa.
Los intelectuales siempre han visto a Obrador con desconfianza. Por ejemplo, el historiador Adolfo Gilly –con una gran trayectoria en la izquierda– lo mismo que Octavio Rodríguez Araujo vieron desde el principio al tabasqueño como un falso profeta. Por eso desde el principio de la cuarta transformación pintaron su raya, por algo que tiene un tufo a fascismo.
Lo mismo ha ocurrido con Héctor Aguilar Camín y Jesús Silva Herzog, dos intelectuales que han hecho trizas la toga de Obrador para mostrarlo desnudo en su pensamiento ideológico.
Desde el poder Obrador busca hacer un ajuste de cuentas. Su discurso se basa en actitudes paradójicas, las mentiras, el sarcasmo, la burla y el desprecio.
Entre incoherencias busca revalorizarse. Sabe que no tiene argumentos y convoca a sus más cercanos para alinear su discurso con la pretensión de establecer un dominio mediático.
A Obrador le parece legítimo rebajar a quien haga falta con tal de adquirir una fuerte autoestima. Con mucha facilidad falsea la realidad. Una y otra vez lo hemos visto refunfuñar desdiciéndose “yo nunca he dicho esto”, se justifica para tratar de tapar los mensajes oscuros que luego se niega a esclarecer.
Lo peor es que habla de todo como si fuera un sabio para dar largas a los asuntos y luego de mentir directamente utiliza un conjunto de insinuaciones y silencios con el propósito de crear malos entendidos para después explotarlos en su propio beneficio.
Y dígase lo que se diga siempre encuentra la manera de tener la razón. Pero esta vez su forma insidiosa de manejarse ha topado con pared.
Krauze lo ha exhibido como un incompetente e ignorante. Cuando Obrador habla de si se está a favor o en contra de la cuarta transformación, Krauze lo remite al discurso del odio de Carl Smith uno de los ideólogos del nazismo.
Ya lo sabemos, el odio que el político perverso proyecta sobre sus adversarios es un medio de protegerse de trastornos que podrían ser mayores, es decir, sicóticos.
La violencia verbal de Obrador es una violencia enmascarada, íntima y cerrada. Un político megalómano al que vemos todos los días desde un caleidoscopio, en un juego de espejos que se repite y se multiplica, que no deja de estar formado por el vacío.
Un político que le gusta colocarse en una posición de referencia entre el bien y el mal y la verdad.
Ni a aún en la peor crisis de la historia del país, como lo es la crisis sanitaria que ha puesto por los suelos a la economía, ni siquiera Obrador acepta su responsabilidad y anda en busca de falsos culpables, pues todo lo que anda mal es siempre culpa de los demás.
Sí, estoy convencido de que Obrador es un personaje perfecto para una historia como las de Nikolai Gogol.
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