JOSÉ MARTÍNEZ M.
En año y medio de gobierno el presidente Obrador sigue dando palos de ciego. Dice que está “satisfecho” con los “resultados” obtenidos hasta ahora (¿?). Prometió el paraíso y luchó para ello durante años pero para desgracia, no solo de él, sino de la gran mayoría de los mexicanos, su gobierno ha resultado un fiasco. A sus seguidores les dio –y les sigue dando–, atole con el dedo. Muchos se han desencantado y se sienten atrapados en un infierno. No obstante mantiene la adhesión de una importante cuota de fanáticos. Algunas encuestas refieren una caída en su popularidad. Eso es lo de menos, lo importante son los resultados y éstos no llegan y todo apunta que tampoco llegarán. El decrecimiento económico es una triste y amarga realidad, que lamentablemente él pretende atemperar con discursos optimistas, como si las crisis se resolvieran por decreto.
Dice, y lo ha remarcado, que su proyecto consiste en un cambio de régimen, que no se trata de una simple transformación sino de una auténtica “revolución”. Lo malo es que Obrador cada vez se ha ido radicalizando y ya hay voces que alertan que debemos vernos en el espejo de otros gobiernos populistas que terminan utilizando las armas para imponer sus ideas.
En los hechos no hay diferencias entre Obrador y los gobiernos de sus antecesores. Son las dos caras de una misma moneda. Obrador continúa por la misma senda de los tecnócratas, de aplicar las mismas recetas neoliberales. Es incluso más radical. Las medidas económicas de su administración son, incluso, draconianas. Recortes, ajustes, dispendio, medidas antipopulares. Quizás por eso termine como uno de los presidentes más odiados. Ya lo es de alguna manera. Tan es así que ahora detesta a las redes sociales, que antes fueron “benditas” y desprecia lo mismo a sus críticos.
Un político puede arrasar, como fue su caso, en las elecciones.
Hay un aforismo que sentencia que los buenos candidatos suelen ser malos gobernantes. Obrador ganó porque votó el descontento social por la corrupción y la impunidad de los gobiernos priistas y panistas.
No debe jactarse de que la gente votó por él gracias a los programas de su partido. La crisis también vota.
La falta de una cultura política es más que evidente, aunque él alegue lo contrario, al insinuar que en México no existe el analfabetismo político.
Él mismo se contradice. Obrador confunde Fenicia con Atenas. Lo pudimos constatar cuando se refirió a “Los Científicos” del Porfiriato, que nada tenían de científicos y eso sí se trataba de un grupo de políticos, intelectuales y empresarios que eran partidarios de la teoría positivista de Augusto Comte.
Obrador debe tener claro que una cosa es ganar unas elecciones y otra es ganarse el respeto y la admiración de los mexicanos.
Se asume como el “bien amado” pero sobre él llueven lo mismo críticas que alabanzas y como Salinas, su más odiado enemigo, Obrador también sembró en su favor programas sociales para cosechar votos en las próximas elecciones. Salinas lo hizo con Solidaridad y él otro con el Bienestar.
Al final de cuentas Obrador ha recurrido, como Salinas a la perversidad política. Salinas decía que a sus críticos ni los veía ni los escuchaba. Obrador sigue la misma ruta y aún peor utiliza el sarcasmo, la burla y el desprecio.
Si bien no hay a la vista resultados, lo que sobran, de su parte, son burlas y descalificaciones
“Yo no voy a rebajar mi investidura”, alegó con soberbia cuando se negó a recibir al poeta Javier Cicilia y a Julián LeBarón, cuyas familias fueron víctimas de la violencia.
Esa conducta nos demuestra la inexistencia de una comunicación directa pero Obrador actúa como los perversos: “con los objetos no se habla”.
Esa conducta la hemos visto una y otra vez. Él siempre encuentra la manera de tener la razón y recurre a la mentira para despreciar cualquier evidencia: “Bartlett no es corrupto… es una campaña de los conservadores”.
Lo hemos corroborado con el desprecio y la burla especialmente contra las mujeres. Las ha ignorado. La protesta no se ha hecho esperar y ha llegado hasta las puertas de Palacio Nacional y con reclamos en las mismas mañaneras y en la negación de la violencia doméstica durante el confinamiento por la pandemia. Y se ha visto peor cuando dice que “ha bajado la violencia contra las mujeres”.
En todos los casos trata de imponer su autoridad. El abuso de poder es más que evidente. Su discurso es totalizador y recurre a preposiciones que parecen universalmente verdaderas, aunque resulta una auténtica mentira.
Hemos atestiguado su manera insidiosa de actuar cuando ha descalificado a los representantes de todos los gremios y sectores, a los empresarios los ha llamado mafiosos, a los médicos mercantilistas, a los científicos conspiradores, a los periodistas “corruptos” y “carroñeros”, a los ingenieros y arquitectos los ha menospreciado, los considera innecesarios.
Esa conducta nos revela una patología narcisista que el psiquiatra y sicoanalista Otto Kemberg define como perversión narcisista y cuyos rasgos de estas personalidades son la grandiosidad, la exagerada centralización en sí mismos y una notable falta de interés y empatía hacia los demás, no obstante la avidez con que buscan su tributo y aprobación.
Por eso recurre todos los días a sus patiños en sus conferencias matinales. Un gobernante debe ejercitar el deporte de la crítica per se, a sabiendas de que al despertar y leer los periódicos se abre el grifo de los cuestionamientos y que son el motivo de su enojo cotidiano.
Ojalá lograra entender que México es asunto de todos y no la propiedad de un caudillo.
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